Mar 10, 2016

Nuestras Religiones: ¿Son Las Religiones Propias De La Humanidad?

By Daniel Quinn / ishmael.org / filmsforaction.org

Al contrario de lo que se suele creer, Charles Darwin no introdujo la idea de evolución. A mediados del siglo XIX, la evolución era un hecho que ya se conocía desde hacía mucho tiempo, y la mayoría de los pensadores de la época se contentaba con eso. La ausencia de una teoría que explicara los cambios evolutivos no les molestaba, no sentían ­­la necesidad de entender cómo funcionaba, como ocurrió con Darwin. Él sabía que debía de haber algún mecanismo inteligible o una dinámica que la justificara, y esto es lo que se puso a buscar  —con resultados que ya conocemos—. En “Origen de las especies”, no estaba aunuciando la existencia de la evolución, sino tratando de darle sentido.

 

A los veintitantos empecé a sentir una necesidad similar. Recién nacía la Era de la Ansiedad moderna, bajo la amenaza del crecimiento desenfrenado de la población, la destrucción del medio ambiente, y la siempre presente posibilidad de un holocausto nuclear. Me sorprendía que la mayoría de la gente pareciera aceptar perfectamente todo esto, como si dijeran: “Bueno, ¿acaso se puede esperar otra cosa?”

 

Ted Kaczynski, el Unabomber, parecía creer que decía algo muy original en su diatriba de 1995 donde culpaba de todo a la Revolución Industrial, pero esa visión era moneda corriente en 1962. A mi juicio, culpar a la Revolución Industrial por todos nuestros problemas es como echarle la culpa de a la caída de Hamlet a su combate de esgrima con Laertes. Para entender por qué Hamlet terminó mal, no se puede simplemente mirar los últimos diez minutos de su historia; hay que remontarse al principio, y yo sentí la necesidad de hacer lo mismo con nuestra historia.

 

El comienzo de nuestra historia no es difícil de encontrar. Todos los niños aprenden en la escuela que nuestra historia comenzó hace unos 10.000 años con la revolución agrícola. Este no es el comienzo de la historia humana, pero sin duda es el principio de nuestra historia, pues ese fue el origen de todas las maravillas y horrores de nuestra civilización.

 

Todo el mundo tiene la vaga noción de que ha habido dos maneras de ver la revolución agrícola dentro de nuestra cultura, dos historias que se contradicen acerca de su significado. De acuerdo a la versión estándar —la versión que se enseña en las escuelas— los seres humanos habían existido durante mucho tiempo, tres o cuatro millones de años, viviendo una vida lamentable e improductiva la mayor parte de ese tiempo, sin lograr nada y sin llegar a ninguna parte. Pero entonces, hace unos 10.000 años, la gente de la Media Luna Fértil finalmente cayó en la cuenta de que no tenían por qué vivir como castores o águilas ratoneras, conformándose con cualquier alimento que encontraran; que podían cultivar su propia comida y así controlar su propio destino y bienestar. La agricultura hizo posible dejar atrás la vida nómada por la vida en asentamientos agricultores. La vida de aldea alentó la especialización ocupacional y el avance de todo tipo de tecnologías. En poco tiempo, las aldeas se convirtieron en pueblos, y los pueblos en ciudades, reinos e imperios. Pronto vinieron las conexiones comerciales, sistemas sociales y económicos elaborados, y la alfabetización, y así sucedió todo. Todos estos avances se basaron en la agricultura y hubiesen sido imposibles sin ella —claramente es lo mejor que le ocurrió a la humanidad—.

 

La otra historia, una mucho más antigua, está guardada en otro rincón de nuestro patrimonio cultural. También se desarrolla en la Media Luna Fértil y cuenta una historia sobre el nacimiento de la agricultura, pero en este relato la agricultura no representa una bendición, sino más bien un castigo terrible para un delito cuya naturaleza exacta siempre nos ha desconcertado profundamente. Me refiero, por supuesto, a la historia que se cuenta en el tercer capítulo del Génesis: la caída de Adán.

 

Casi todo el mundo que crece en nuestra cultura conoce ambas historias, incluyendo todo historiador, filósofo, teólogo y antropólogo. Pero al igual que la mayoría de los pensadores de mediados del siglo XIX, que se conformaban con saber que existía la evolución sin sentir ninguna necesidad de explicarla, nuestros historiadores, filósofos, teólogos y antropólogos parecen estar perfectamente satisfechos de tener estas dos historias contradictorias. El conflicto es obvio pero, para ellos, no requiere ninguna explicación.

 

No es mi caso. Así como Darwin se sintió obligado a encontrar una teoría que le diese sentido a la Evolución de las Especies, yo me sentí obligado a encontrar una teoría que le diese sentido a la historia en el Génesis.

 

Tradicionalmente, el crimen y castigo de Adán ha sido interpretado de dos maneras. El texto nos dice que Adán fue invitado a comer de todos los árboles del jardín del Edén, excepto de uno, que misteriosamente se llamaba el árbol del bien y del mal. Como sabemos, Adán sucumbió a la tentación de probar esa fruta. Según una de las interpretaciones, el delito es una simple desobediencia, en cuyo caso la prohibición del conocimiento del bien y del mal parece totalmente arbitraria. Dios bien podría haber vedado el conocimiento de la guerra y la paz o del orgullo y el prejuicio. El punto era simplemente prohibirle algo a Adán para poner a prueba su lealtad. De acuerdo a este enfoque, el castigo de Adán —el destierro del Edén para vivir con el sudor de su frente como agricultor— era simplemente una paliza; no era particularmente proporcional al delito. El castigo hubiese sido el mismo sin importar qué prueba hubiese fallado.

 

El segundo enfoque intenta hacer algún tipo de conexión entre el delito de Adán y su castigo. Según este enfoque, el Edén es una metáfora de un estado de inocencia, que se perdió cuando Adán adquirió el conocimiento del bien y del mal. Esto tiene sentido sólo si el conocimiento del bien y del mal se entiende como metáfora de un tipo de conocimiento que destruye la inocencia. De modo que, con metáforas más o menos equivalentes en cada extremo, la historia se reduce a una tautología banal: Adán perdió su inocencia mediante la obtención del conocimiento que destruyó su inocencia.

 

La historia de la Caída se combina con otra historia igualmente famosa y desconcertante: la de Caín y Abel. Convencionalmente se entiende que estos dos hermanos eran personas en sentido literal, el mayor, Caín, labrador de la tierra, y el más joven, Abel, un pastor. La improbabilidad de que dos miembros de la misma familia adoptaran estilos de vida antitéticos es un claro indicio de que no se trataba de individuos, sino de figuras emblemáticas, tal  como es el caso de Adán (Adán, en hebreo, simplemente quiere decir hombre).

 

Cuando entendemos estas figuras como emblemáticas, la historia comienza a tener sentido. El primogénito de la agricultura era de hecho el labrador de la tierra, tal como se afirma que Caín era el primogénito de Adán. Este es un hecho histórico indudable. La domesticación de las plantas es un proceso que comienza el día en que se planta la primera semilla, pero la domesticación de animales lleva generaciones. Así que el pastor Abel era ciertamente el segundo hijo —por siglos, si no milenios (otra razón para dudar de la idea de que Caín y Abel eran literalmente hermanos de segunda generación)—.

 

Otra de las razones para ser escéptico sobre este punto es el hecho de que los antiguos agricultores y pastores del Cercano Oriente ocuparon regiones adyacentes pero claramente diferentes. Los pueblos caucásicos de la Media Luna Fértil se dedicaban a la agricultura. Los semitas que habitaban la península arábiga hacia el sur eran pastores.

 

Otra cuestión que hay que entender es que en tiempos muy antiguos, los agricultores y pastores tenían estilos de vida radicalmente diferentes. Por la naturaleza misma de su trabajo, los agricultores eran sedentarios mientras que los pastores eran nómadas, al igual que muchos pueblos de pastoreo de hoy en día. El estilo de vida de los pastores era en realidad más cercano al de los cazadores-recolectores que al de los agricultores.

 

Al expandirse los pueblos agricultores del norte, era inevitable que se enfrentasen a sus vecinos del sur, los pastores semitas, tal vez por debajo de lo que hoy es Irak —con un resultado predecible—. Como ha ocurrido desde un principio hasta el presente, los labradores necesitaban más tierra para someter al arado, y como han hecho desde los comienzos hasta el día de hoy, han tomado esas tierras.

 

Desde el punto de vista de los semitas (y, por supuesto, su versión de la historia es la que nos ha llegado), el labrador Caín regaba sus campos con la sangre del pastor Abel.

 

El hecho de que nos haya llegado la versión semita explica el misterio central de la historia: por qué Dios rechazó el regalo de Caín, pero aceptó el de Abel. Naturalmente, así lo verían los semitas. En esencia, la historia dice, “Dios está de nuestro lado. Dios nos ama a nosotros y a nuestra forma de vida, pero odia a los labradores de la tierra y a su estilo de vida”.

 

Con estos conocimientos provisorios, estaba listo para ofrecer una teoría acerca de la primera parte de la historia, la Caída de Adán. Los autores semitas sólo conocían un hecho de su época: que sus hermanos del norte los estaban invadiendo de un modo asesino. No habían estado en la Media Luna Fértil para presenciar el nacimiento mismo de la agricultura, y de hecho este evento había ocurrido cientos de años atrás. Su historia de la Caída, reconstruía un evento antiguo, no relataba un hecho reciente. Lo único que tenían claro era que algún acontecimiento extraño le había impuesto a sus hermanos del norte un estilo de vida trabajoso y los había convertido en asesinos, y esto tenía que ser algún tipo de catástrofe moral o espiritual.

 

Observaron que sus hermanos del norte tenían una peculiaridad. Parecían tener la extraña noción de saber operar el mundo, tan bien como Dios. Esto es lo que los señala como nuestros ancestros culturales. A medida que avanzamos en nuestra tarea de manejar el mundo, no nos cabe duda de que estamos haciendo un trabajo tan bueno como el de Dios, si no mejor. Obviamente Dios puso un montón de criaturas superfluas e incluso perniciosas en el mundo, y somos libres de deshacernos de ellas. Sabemos por dónde deben correr los ríos; dónde se deben drenar los pantanos, arrasar los bosques, nivelar las montañas, arrasar con la vegetación de las llanuras; dónde debe caer la lluvia. Nos parece obvio que poseemos este conocimiento.

 

De hecho, a los autores de las historias del Génesis, les parecía que sus hermanos del norte tenían la extraña creencia de haber comido del propio árbol de la sabiduría de Dios y haber así obtenido el conocimiento que Dios usaba para gobernar el mundo. ¿Pero de qué clase de conocimiento se trata? Es un tipo de conocimiento que sólo Dios sabe usar, el conocimiento de que cada uno de los actos que Dios podría llevar a cabo —sin importar lo que fuera ni su envergadura— es bueno para algunos, pero malo para otros. Cuando un zorro acecha a un faisán, está en las manos de Dios si lo atrapará o si el faisán escapará. Si Dios le da el faisán al zorro, eso es bueno para el zorro, pero malo para el faisán. Si Dios permite que el faisán escape, eso es bueno para el faisán, pero malo para el zorro. Ningún resultado puede ser bueno para ambos. Lo mismo ocurre en todos los ámbitos de la gobernanza del mundo. Si Dios permite que el valle se inunde, beneficia a algunos, pero perjudica a otros. Si Dios previene la inundación, eso también será bueno para algunos pero malo para otros.

 

Este tipo de decisiones claramente forma la base misma de lo que significa gobernar el mundo, y ninguna mera criatura puede poseer la sabiduría para hacerlo, porque cualquier criatura que tomara tales decisiones, inevitablemente diría: “Voy a elegir siempre lo que me beneficie a mí, aunque perjudique a todo el resto”. Y por supuesto, así es precisamente cómo opera el agricultor, diciendo: “Si limpio de vegetación esta llanura para plantar mis alimentos, afectaré a todas las criaturas que la habitan, pero yo saldré beneficiado. Si talo este bosque para sembrar mi comida, se perjudicarán todas las criaturas que del bosque, pero yo me beneficiaré”.

 

Lo que los autores de las historias del Génesis percibieron fue que sus hermanos del norte se habían hecho cargo de gobernar el mundo; le habían usurpado el papel a Dios. Quienes dejaban que Dios gobernara el mundo y tomaban la comida que Él había plantado llevaban una vida fácil. Pero quienes querían gobernar el mundo debían necesariamente plantar su propia comida y debían necesariamente ganarse la vida con el sudor de su frente. Esto deja en claro que la agricultura en sí no era el crimen, sino más bien el resultado del delito: el castigo que inevitablemente debía acompañar al crimen. Era el ejercicio del conocimiento del bien y del mal el que había convertido a sus hermanos del norte en agricultores —y en asesinos–.

 

Pero, como se podía esperar, estas no fueron las únicas consecuencias del acto de Adán. El fruto del árbol del bien y del mal es inofensivo para Dios, pero venenoso para el Ser Humano. A estos autores les parecía que usurpar el papel de Dios en el mundo conllevaría la muerte misma del hombre.

 

Y lo mismo me pareció a mí cuando finalmente resolví todo esto a finales de los años 1970. Mi investigación de las historias del Génesis no fue un ejercicio de exégesis bíblica. Había salido a buscar una explicación de por qué habíamos llegado este punto, enfrentándonos a la muerte en un período relativamente corto —10.000 años, un mero parpadeo en la vida de nuestra especie— y la había encontrado en una antigua historia que adoptamos hace mucho tiempo como propia, y que seguiría siendo obstinadamente misteriosa mientras insistiéramos en leerla como si fuera nuestra. En cuanto se la examina desde un punto de vista ajeno, sin embargo, deja de ser misteriosa y entrega un significado que no sólo habría tenido sentido para un atormentado pueblo de pastores hace 8.000 años, sino que también tendría sentido para las personas atormentadas de finales del siglo XX.

 

En lo que a mí respecta, los autores de esta historia habían entendido bien. A pesar del terrible desastre que hemos causado, efectivamente creemos que podemos gobernar el mundo, y si seguimos pensando así, nos terminaremos aniquilando.

 

En caso de que no sea evidente, debo añadir que, por supuesto, mi lectura del Génesis es sólo una teoría. Esto es lo que dicen los creacionistas acerca de la evolución, que es “sólo una teoría, que no ha sido demostrada”, como si eso en sí mismo fuese motivo para rechazarla. Esto trastoca el propósito de formular una teoría, que es darle sentido a la evidencia. Hasta ahora, la teoría de Darwin sigue siendo la mejor manera que hemos encontrado de darle sentido a la evidencia, y mi propia teoría debe ser evaluada de la misma manera. ¿Le da sentido a la evidencia —las historias mismas— y tiene más sentido que cualquier otra teoría?

 

Pero la solución de este enigma particular sólo comenzó a aliviar mi necesidad de encontrar respuestas que nadie estaba buscando a ningún nivel de nuestra cultura. Los fundamentos filosóficos y teológicos de nuestra cultura habían sido establecidos por personas que realmente creían que el Ser Humano había nacido para ser agricultor y constructor de civilizaciones. Estas cosas eran tan instintivas como la depredación para los leones o la construcción de colmenas para las abejas. Esto significa que, para encontrar y fechar el nacimiento del Ser Humano, sólo había que buscar los comienzos de la agricultura y de la civilización, que obviamente no habían ocurrido hace tanto tiempo.

 

Cuando en 1650 el teólogo irlandés James Ussher anunció que la fecha de la Creación era el 23 de octubre de 4004 a. C., nadie se rió, o si lo hicieron, fue por la absurda exactitud de la fecha, no porque la fecha fuese absurdamente reciente. De hecho, 4004 a. C. es una fecha bastante útil para señalar el comienzo de lo que reconoceríamos como civilización. Así pues, no es de extrañar que, para quienes dan por sentado que el Ser Humano comenzó a construir una civilización tan pronto como fue creado, 4004 a. C. parecía una fecha perfectamente razonable para su creación.

 

Pero las cosas cambiaron pronto. A mediados del siglo XIX, la evidencia que sumaron muchas ciencias nuevas había empujado casi todas las fechas hacia el pasado por varios órdenes de magnitud. La edad del universo y la tierra no eran unos miles de años, sino miles de millones. El pasado humano abarcaba millones de años previos a la aparición de la agricultura y la civilización. Sólo quienes se aferraban a una lectura literal del relato bíblico de la creación rechazaron la evidencia; la veían como un engaño perpetrado por el diablo (para confundirnos) o por Dios (para probar nuestra fe) —elija la opción que más le guste—. La idea de que el Ser Humano había nacido para ser agricultor y constructor de civilizaciones se había vuelto totalmente insostenible. Definitivamente no había nacido para ser ni lo uno ni lo otro.

 

Esto implicaba que los fundamentos filosóficos y teológicos de nuestra cultura habían sido establecidos por gente cuya noción de nuestros orígenes e historia era profundamente errónea. Por consiguiente, era importante reexaminar estos fundamentos con urgencia y, en caso necesario, reconstruirlos desde cero.

 

Claro que, por supuesto, absolutamente nadie pensaba que esto era urgente e importante —o siquiera levemente importante—. ¿Así que la vida humana se inició millones de años antes del nacimiento de la agricultura? ¿Y eso qué importa? Durante esos millones de años no sucedió nada importante. Era simplemente un hecho, algo que debía ser aceptado, así como la evolución había sido aceptada por los naturalistas mucho antes de Darwin.

 

A lo largo del siglo pasado formamos una noción de la historia humana que transformaba en un disparate todo lo que habíamos creído durante 3.000 años, pero nuestros conceptos establecidos permanecieron completamente inamovibles., ¿El Ser Humano no había nacido agricultor y constructor de civilizaciones? ¿Y qué? Sin duda nació para convertirse en agricultor y constructor de civilizaciones. Era incuestionable que estábamos predestinados a ello. La forma en que vivimos es la forma en que los humanos estaban destinados a vivir desde el principio de los tiempos. Y de hecho hay que seguir viviendo de esta manera —aunque nos mate—.

 

Hechos que eran indiscutibles para todo el mundo menos para quienes leían la Biblia literalmente habían cambiado radicalmente nuestra posición no sólo en el universo físico, sino en la historia de nuestra especie. El hecho de que hubiera cambiado nuestra posición era casi universalmente reconocido, pero nadie sentía ninguna necesidad de desarrollar una teoría que explicase la realidad, como Darwin había explicado la evolución.

 

Excepto yo, y debo decir que no me dio ninguna alegría. Yo necesitaba respuestas, y las fui a buscar, no porque quisiera algún día escribir un libro, sino porque no podía vivir sin ellas.

 

En Ismael, aduje que el conflicto entre las figuras emblemáticas de Caín y Abel no terminó hace seis u ocho mil años en el Cercano Oriente. Caín, el labrador de la tierra, ha llevado su cuchillo a todos los rincones del mundo, regando sus campos con la sangre de pueblos tribales dondequiera que los encontrase. Llegó aquí en 1492, y durante los tres siglos siguientes regó sus campos con la sangre de millones de aborígenes. Hoy está en el Brasil, blandiendo el cuchillo sobre los pocos aborígenes que quedan en el corazón de ese país.

 

La tribu es tan universal entre los pueblos aborígenes como la bandada entre los gansos, y ningún antropólogo serio duda de que se trata de la primera organización social de humanidad. No evolucionamos a partir de tropas u hordas o manadas. En cambio, hemos evolucionado a partir de una organización social que era peculiarmente humana, que fue excepcionalmente exitosa para quienes tenían una cultura. La tribu fue un éxito para los seres humanos, razón por la cual todavía estaba en pie universalmente tres millones de años más tarde. La organización tribal fue el regalo que la selección natural le dio a la humanidad, así como la bandada fue el regalo de la selección natural para los gansos.

 

El pegamento esencial que mantiene unida a cualquier tribu es la ley tribal. Esto es fácil de decir, pero no tan fácil de entender, ya que la ley tribal funciona de un modo completamente diferente a nuestra ley. Nuestra ley se basa en la prohibición, pero la esencia de la ley tribal es la reparación. El mal comportamiento no es ilegal en ninguna tribu. En cambio, la ley tribal prescribe lo que se debe hacer para minimizar el efecto de la mala conducta y para llegar a una situación en la que todo el mundo sienta que ha sido resarcido todo lo posible.

 

En “La historia de B” describo cómo se trata el adulterio entre los alawa de Australia. Si alguien tiene la desgracia de enamorarse de la mujer de otro hombre o el marido de otra mujer, la ley no dice: “Esto está prohibido y no debe continuar”. Dice: “Si quieren seguir adelante con su amor, deben hacer esto para arreglar la situación de todos los involucrados y para asegurarse de que el matrimonio no se desvalorice a los ojos de nuestros hijos”. Es un proceso particularmente exitoso. Lo que lo hace aún más notable es el hecho de que no fue ideado por ninguna legislatura o comité. Es otro regalo de la selección natural. Luego de ponerlo a prueba a lo largo de incontables generaciones, no se ha encontrado (ni seguramente se podría llegar a encontrar) una mejor manera de manejar el adulterio, porque —¡fíjense!— ¡funciona! Logra exactamente lo que quieren los alawa, y absolutamente nadie intenta evadirlo. Funciona tan bien que ni los mismos adúlteros tratan de evadirlo.

 

Pero esta sólo es la ley de los alawa, y nunca se les ocurriría decir: “Todo el mundo debería hacer lo mismo”. Saben muy bien que las leyes de sus vecinos tribales funcionan igual de bien para ellos —y por la misma razón: que han sido probadas desde el principio de los tiempos—.

 

Una de las virtudes de la ley tribal es que da por sentado que las personas son tal como sabemos que son: generalmente sabias, amables, generosas y bien intencionadas pero perfectamente capaces de ser tontas, revoltosas, malhumoradas, irritables, egoístas, codiciosas, violentas, estúpidas, de mal carácter, falaces, lujuriosas, traicioneras, descuidadas, vengativas, negligentes, mezquinas, y todo tipo de cosas desagradables. La ley tribal no castiga a las personas por sus defectos, como nuestra ley. Más bien, hace más fácil y corriente el manejo de sus fallas.

 

Pero durante el periodo de desarrollo de nuestra cultura, todo esto cambió dramáticamente. Las tribus comenzaron a unirse, formando asociaciones cada vez más grandes, y una de las víctimas de este proceso fue la ley tribal. Si se toma los alawa de Australia y se los junta con los gebusi de Nueva Guinea, los bosquimanos del Kalahari y los yanomami del Brasil, muy literalmente, no van a saber cómo vivir. Ninguna de estas tribus va a adoptar las leyes de las otras, ya que pueden resultar incomprensibles además de ser desconocidas. ¿Cómo manejar las malas acciones que ocurran entre ellos? ¿Como los gebusi o como los yanomami? ¿Cómo los alawa o como los bosquimanos? Si multiplicamos esto por cien, tendremos una aproximación razonable de la situación durante los primeros milenios de nuestro propio desarrollo cultural en el Cercano Oriente.

 

Cuando se agrupan cien tribus y se espera que trabajen y vivan juntas, la ley tribal se torna inaplicable e inútil. Pero, por supuesto, la gente en esta amalgama es igual que siempre: capaz de ser tonta, malhumorada, irritable, egoísta, codiciosa, violenta, estúpida, de mal carácter, y todo lo demás. En la tribu, esto no era problemático, porque la ley tribal se había diseñado para personas así. Pero todas las formas tribales de manejar estas tendencias humanas comunes fueron eliminadas al comenzar a desarrollarse nuestra civilización. Hubo que inventar nuevas formas de manejo —y recalco la palabra inventar—. No habían heredado un modo probado de manejar las malas acciones de que la gente era capaz. Nuestros ancestros culturales tenían que inventar algo, y lo que idearon fueron listas de comportamientos prohibidos.

 

Como es entendible, empezaron por lo más importante. No iban a prohibir el mal humor o el egoísmo. Prohibieron cosas como asesinatos, asaltos y robos. Por supuesto que no sabemos qué había en las listas hasta los albores de la escritura, pero es seguro que estas listas existían, porque es poco creíble que hayamos matado, asaltado y robado con impunidad durante cinco o seis mil años hasta que Hammurabi finalmente notó que se trataba de actividades que trastornaban el orden.

 

Cuando los israelitas escaparon de Egipto en el siglo XIII a. C., eran literalmente una horda sin ley, porque habían dejado atrás la lista de prohibiciones egipcias. Necesitaban su propia lista de prohibiciones, que Dios les proveyó —los famosos diez mandamientos—. Pero, por supuesto, no alcanzó con diez. Siguieron cientos de prohibiciones más, pero tampoco alcanzaron.

 

Ninguna cantidad es suficiente. Ni mil, ni diez mil ni cien mil. Aún millones no alcanzarían, de modo que cada año les pagamos a nuestros legisladores para que generen más. Pero no importa cuántas prohibiciones creemos, nunca funcionan, porque nunca se ha eliminado ningún comportamiento negativo por aprobar una ley que lo prohíba. Cada vez que se encarcela o ejecuta a alguien, se dice que es un “mensaje” para los malhechores, pero por alguna extraña razón el mensaje nunca llega, aunque transcurran los años, las generaciones y los siglos.

 

Ciertamente, consideramos que se trata de un sistema muy avanzado.

 

Nunca se ha encontrado ningún pueblo tribal que dijera no saber cómo vivir. Por el contrario, todos están completamente seguros de que saben cómo vivir. Pero al desaparecer la ley tribal entre nosotros, la gente comenzó a ser muy consciente de no saber cómo vivir. Así surgió una nueva clase de especialistas para cubrir la demanda, su especialidad es proclamar cómo se supone que debe vivir la gente. Los llamamos profetas.

 

Claro que hace falta un título especial para ser profeta. Por definición, hay que saber algo que el resto no sabe, y que es claramente incapaz de saber. Esto significa que la información debe provenir de una fuente que está más allá del alcance normal —de lo contrario no serviría—. Puede ser una visión trascendente, como en el caso de Siddhartha Gautama. O un sueño, siempre que provenga de Dios. Pero mejor aún, por supuesto, es la comunicación directa, personal y sin intermediarios con Dios. Los profetas más persuasivos y más valorados, aquellos por quienes vale la pena morir y matar, hablan directamente con Dios.

 

La aparición de religiones basadas en revelaciones proféticas es exclusiva de nuestra cultura. Somos los únicos en la historia de toda la humanidad que necesitamos de esas religiones. Y las seguimos necesitando (y todos los días se crean nuevas religiones), porque todavía, en el fondo, sentimos que no sabemos cómo vivir. Nuestras religiones son la creación peculiar de un pueblo carente. Sin embargo, no dudamos por un momento que son las religiones de la humanidad misma.

 

Esta creencia no era irrazonable cuando comenzó a echar raíces entre nosotros. Como hacía largo tiempo que nos habíamos olvidado de que la humanidad existía mucho antes de que nosotros llegáramos, asumimos que éramos la humanidad misma y que nuestra historia era la historia humana. Nos imaginamos que la humanidad existía desde hacía unos pocos miles de años —y que Dios había estado hablando con nosotros desde el principio—. Así que no había razón para creer que nuestras religiones no eran las religiones de la humanidad misma.

 

Cuando descubrimos que la humanidad era millones de años más antigua que nosotros, a nadie le pareció extraño que Dios se hubiera mantenido apartado de las miles de generaciones que nos precedieron. ¿Para qué iba a hablar Dios con el Homo habilis o el Homo erectus? Incluso, ¿para qué hablarle al Homo sapiens antes de nuestra llegada? Dios quería hablar con gente civilizada, no con salvajes, así que no es de extrañar que mantuviese un desdeñoso silencioso.

 

A los filósofos y teólogos de los siglos XIX y XX no les preocupaba el largo silencio de Dios. El hecho en sí era suficiente, y no sentían la necesidad de desarrollar una teoría para explicarlo. Para los cristianos, hacía tiempo que se había aceptado que el cristianismo era la religión de la humanidad (por eso, por supuesto, había que convertir a toda la humanidad). No les costó mucho a pensadores como Teilhard de Chardin y Matthew Fox ascender de categoría a Cristo: de Cristo de la humanidad a Cristo Cósmico.

 

Muy extrañamente, fui yo quien tuvo que reconocer que hubo una vez una religión que era plausible considerar como la religión de la humanidad. Fue la primera religión de la humanidad y la única religión universal, que se encontró dondequiera que había seres humanos, y perduró durante decenas de miles de años. Los misioneros cristianos la encontraban por donde quiera que fuesen, y piadosamente se pusieron a destruirla. A esta altura, ha sido prácticamente erradicada, ya sea por obra de los misioneros o más simplemente por el exterminio de sus adherentes. Ciertamente no me enorgullece haberla descubierto, ya que ha estado a plena vista durante cientos de años.

 

Claro que no se la cuenta como una religión “verdadera”, ya que no es una de las nuestras. Es sólo una especie de “pre-religión” a medio hacer. No podría ser de otra manera, ya que se remonta a mucho tiempo antes de que Dios decidiera que los humanos eran dignos de que les hablara. No fue revelada por ningún profeta acreditado, no tiene dogma, ninguna teología o doctrina evidente, ni liturgia, y no produce herejías o cismas interesantes. Lo peor de todo es que, que yo sepa, nadie ha matado o muerto por ella —¿y qué clase de religión es esa?—. Teniendo en cuenta todo esto, en realidad es bastante notable que le hayamos puesto un nombre.

 

La religión de la que estoy hablando es, por supuesto, el animismo. Este nombre se eligió para cuadrar con la impresión general de los misioneros, para quienes estos salvajes aniñados creían que objetos como las rocas, árboles y ríos contenían espíritus, y esta connotación no ha ­cambiado desde mediados del siglo XIX.

 

No hace falta decir que no estaba dispuesto a conformarme con la trivialización de una religión que floreció durante decenas de miles de años entre seres tan inteligentes como nosotros. Después de décadas de tratar de entender lo que estas personas nos estaban diciendo acerca de sus vidas y su visión de la situación de la humanidad en el mundo, llegué a la conclusión de que de lo que decían se fundamentaba en una visión del mundo muy simple (pero lejos de ser trivial): El mundo es un lugar sagrado, y la humanidad forma parte de ese mundo.

 

Es simple, pero también engañosamente simple. Se puede ver mejor si se lo contrasta con la visión del mundo en que se basan nuestras propias religiones. En la cosmovisión de nuestras religiones, el mundo es cualquier cosa menos un lugar sagrado. Para los cristianos, es simplemente un lugar de prueba y no tiene valor intrínseco. Para los budistas, es un lugar donde el sufrimiento es inevitable. Si estoy simplificando demasiado, no es con la intención de tergiversar, sino de mostrar a grandes rasgos cuál es la diferencia entre estas dos visiones del mundo en los pocos minutos que me quedan.

 

Para los cristianos, los seres humanos no pertenecen al mundo; éste no es nuestro verdadero hogar, es sólo una especie de sala de espera donde pasamos el tiempo antes de seguir viaje a nuestro verdadero hogar, que es el paraíso. Para los budistas, el mundo es otro tipo de sala de espera, la cual visitamos una y otra vez en un ciclo de muerte y  renacimiento que se repite hasta que finalmente alcanzamos la liberación en el nirvana.

 

Para los cristianos, si el mundo fuera un lugar sagrado, no formaríamos parte de él, porque somos todos pecadores; Dios no envió a su único hijo para hacernos dignos de vivir en un mundo sagrado, sino para hacernos dignos de vivir con Dios en el paraíso. Si para los budistas el mundo fuese un lugar sagrado, ¿por qué querríamos escaparnos de él? Si el mundo fuera un lugar sagrado, ¿no recibiríamos de buen grado la repetición del ciclo de muerte y renacimiento?

 

Desde el punto de vista animista, los seres humanos pertenecen a un lugar sagrado, porque ellos mismos son sagrados. Pero no de un modo especial; no son más sagrados que el resto, sino simplemente tan sagrados como todo lo demás —tan sagrados como los bisontes, los salmones, los cuervos, los grillos, los osos, o los girasoles.

 

Esto no es de ningún modo todo lo que se puede decir acerca del animismo. Está explorado en más detalle en “La historia de B”, pero eso también es sólo un comienzo. No soy una autoridad en animismo. Dudo que alguna vez vaya a haber una autoridad en animismo.

 

Las ideas simples no siempre son fáciles de entender. La idea más simple que he explicado en mi trabajo es probablemente la menos entendida: No hay una manera única y correcta de vivir —nunca la ha habido y nunca la habrá—. Esta idea era fundamental a la vida tribal en todas partes. Los navajos nunca se imaginaron que ellos vivían como se debe (y que todos los demás estaban equivocados). Todo lo que tenían era un modo adecuado para ellos. Con todas las tribus que había a su alrededor —cada una viviendo de un modo diferente— habría sido ridículo que creyeran que la suya era la única manera correcta de vivir. Sería como imaginarnos que hay una única manera de orquestar una canción de Cole Porter o una sola forma correcta de hacer una bicicleta.

 

En el mundo tribal, como no había duda de que nadie vivía del único modo correcto, existía una asombrosa abundancia de diversidad cultural, que la gente de nuestra cultura ha estado erradicando incansablemente desde hace 10.000 años. Para nosotros, se alcanzará el paraíso cuando todo el mundo viva de la misma manera.

 

Casi nadie se inmuta ante la afirmación de que no hay una sola manera correcta de vivir. En una de sus denuncias contra los escribas y los fariseos, Jesús dijo: “Ustedes se atragantan con el mosquito pero se tragan el camello”. La gente encuentra muchos mosquitos con los que atragantarse en mis libros, pero este camello peludo y grande se traga tan fácilmente como una cucharadita de miel.

 

Que los bosques estén con ustedes y con sus hijos.

 

Presentado el 18 de octubre de 2000 como Clase de Religión Fleming en la Universidad Southwestern, Georgetown, Texas.

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